Conforme la vida se despliega y probamos los diferentes sabores de la existencia, no es fácil que se nos escape la exquisitez que supone el viajar por nuestra cuenta. Me refiero a salir del aeropuerto o de la estación, totalmente solos y luego conforme el viaje avanza, la inteligencia de vida ya verá si nos pone contacto con otros seres y el alcance de estos encuentros tanto en nuestros cuerpos como en nuestras almas.
A menudo pensamos que el viajar con alguien aporta algo tan enriquecedor como el hecho de compartir, compartir lo que sucede dentro y fuera. Sin embargo convertir la tendencia al parloteo en un proceso silencioso en el que amplificamos descubrimientos, no deja de ser un ahondamiento que regala autoconsciencia.
Si conforme el viaje progresa y poco a poco nos abrimos al ramillete de imprevistos que éste conlleva, observaremos que la escucha fina y la intuición también progresan. Y a medida que este silencioso viaje avanza, pronto nos daremos cuenta de que ésta íntima escucha, no hace otra cosa que taladrar alguna que otra capa de cebolla que suele blindar al plano no dual de la conciencia.
El viajar nos abre a una revolución interior en la que los registros automáticos de nuestro hacer se convierten en conscientes y voluntarios. Digamos que lo cambiante y lo nuevo de ese fuera se hace más evidente, aspecto éste que activa de tal forma el estado de atención que convierte nuestro viajero fluir, en una meditación informal y supramundana.
Si a esto unimos que poco a poco, vamos expandiendo nuestros límites de seguridad y comenzamos a fiarnos más de nosotros y de lo que nos rodea, comenzaremos a arriesgar, un riesgo que conlleva el incremento de aperturas y la consolidación de experiencias. Nuestros temores a lo desconocido se van superando y de pronto nos vemos manteniendo un mayor nivel de relación con el mundo, relación que deja a un lado actitudes de introversión y ciertas inseguridades propias de nuestra íntima atmósfera.
Conforme la reciente naturalidad se va expandiendo, el viaje de pronto cobra una nueva dimensión. Y si bien antes de soltarnos había una inteligencia que se dejaba ver a través de las “no casualidades”, ahora sí estamos en condiciones de captar que todo lo que va sucediendo, está en resonancia con una increíble orquesta interna. Comprendemos así que nada está fuera del camino y que el viaje conduce a una expansión maduradora y sin vuelta.
Y aunque eludamos anticipar algo tan sorprendente como lo que sucederá en cada viaje tratando de controlar lo insospechado de las vivencias, no está de más que en algún momento antes de la salida, nos preguntemos: ¿tiene un propósito mi viaje?, ¿qué nos ha movido en realidad a viajar?, ¿qué está buscando algo muy dentro de nuestra alma?
Los seres humanos en proceso acelerado de autoconsciencia convierten sus viajes en solitario o con algunos compañeros de camino, en una aventura de la conciencia. Una aventura en la que aquello que va sucediendo contribuye al mágico puzle en el que las piezas, de pronto en un nuevo orden, encajan.
Conviene pues que viajemos solos, es decir en el eje del sí mismo y desde dentro. Y puede que al mismo tiempo vayamos acompañados por fuera. En realidad ese matiz radica en la actitud que uno mismo activa, y se parece a vivir en familia desde la radiante soledad de la esencia; es decir, algo que nada tiene que ver con el carencial aislamiento de quien no gestiona sus vínculos ni comparte en su vida los afectos del alma. Sucede que conforme avanzamos en la introspección y conexión internas nos sentimos solos, aún sabiéndonos pertenecientes al correspondiente grupo humano con quien hemos echado raíces y al que sentimos como referencia.
Sin embargo el trabajo interior de devenir en atención plena, nos lleva cada día a valorar más aspectos tales como el pensamiento consciente, la palabra consciente y la acción consciente. Aspectos que eluden los muchos comentarios y frases inútiles que nuestro piloto automático no cesa de emitir cuando movilizamos la compañía de la habitual caravana.
Demos al Cesar lo que es del Cesar, y más tarde salgamos de los circuitos conocidos, y adentrémonos en peregrinaciones internas. Recorramos mundo respirando y observando, y viajemos plenamente atentos a todo lo que pasa dentro y fuera. Abramos atrevidamente espacios y perdámonos en la inteligencia de esos viajes que en nada alimentan al personaje a menudo desconectado, un personaje que ni se detiene ni recuerda la esencia honda que lo constituye y conforma.
El viaje con un propósito y a donde sea, es un gran método para salir de la vida de los hábitos, vida que repite esquemas tradicionales y perpetúa las reacciones emocionales que desde atrás y sin cesar en cada “fiestecilla de toda la vida”, va y engordan.
¿Adelante viajero! Da igual que hagas mil o un millón de metros. Da igual que vayas en solitario o con alguien con quien realmente crezcas. Lo que importa es que vivas la aventura, la gran aventura de descubrir, al tiempo que llenas el corazón de gratitud, y un día, vuelves de nuevo a casa.